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Los archivos lúcidos, aunque cada vez menos, que me hago mayor

Atentados contra la literatura

En las riendas

  Ahora que no me puedo dormir, contaré la historia de aquél que entró una noche en un salón cerca de la frontera después de una larga cabalgada por el desierto. "Tómate otra más esta noche y deja a tu gris semental descansar después del esfuerzo. Encuentra una chica bonita y regálate un beso de la gracia de la Tierra". Se acercó a Rosalinda, esa bella morena, la hija pequeña del yegüero. No debía tener más que dieciséis, pero tragaba tequila con afán y trabajaba tan bien a los sementales de cuatro patas como a los de dos. "Ya sabremos bien dónde encontrarte".

   Agarrado a sus calientes caderas y respirando su pelo negro y pajizo, pensó lo que nunca jamás pensó: tener la ocasión de volver al buen camino y formar un mundo mejor. De camino al establo, la luna gris en el claro oscuro celeste y el deseo de descanso del día entero lo atraparon en el sueño del alcohol mientras Rosalinda cabalgaba como él a su corcel: enredada en las riendas, cogiéndolo demasiado fuerte como para luchar.

**Está basado en una canción. A veces me entran ganas de coger algunas canciones y convertirlas en pequeños relatos. Esta noche, entre la fiebre y que tengo pocas ganas de dormir, me he puesto con una.**

El triste baile de la caja de música

     Soy el bailarín de una caja de música. Toda mi vida lo he sido, pero hubo un momento en que pude dejar de serlo. Sin embargo, no vivía mi vida en libertad. A diferencia del resto de bailarines de cajas de música, mi creador, un artesano suizo cuyo nombre no quiero volver a recordar, me dio vida. Podía pensar y tenía sentimientos, lo que hacía que mi baile fuera más vistoso que el del resto de cajas, pero dediqué toda mi vida a obedecer al artesano suizo contra toda mi voluntad porque nunca tuve valor para despegarme de esta madera a la que sigo unido y salir a enseñarle al mundo cómo bailaba.

     Durante los primeros años de mi vida estuve metido en una urna de cristal. Todo el mundo me venía a ver y mi dueño-creador me exhibía como la joya más valiosa de su colección. “Mirad cómo baila. Es magnífico”, decía con orgullo a sus amigos y a todos los visitantes que iban a su casa. Luego giraba la pequeña manivela que hay en la parte de atrás de mi cajita y yo bailaba al ritmo de la música que salía de mis pies. Todo el mundo le aplaudía por crearme y a mí me miraban como su objeto maravilloso, pero no tenían en cuenta mis sentimientos y mis deseos. Para ellos sólo era madera y metal, un  figurín vestido de época, con una eterna sonrisa en los labios de una cara coronada con una cabellera rubia como el oro. Día tras día venían a verme muchísimas personas. Todas quedaban maravilladas con mi baile, pero no me felicitaban a mí, al bailarín, sino que estrechaban la mano de mi creador y le daban palmadas en la espalda entre copas de champán y el humo de los puros. Pese a sentirme muchas veces como una mascota, un títere del suizo, yo seguía sonriendo y bailando cada vez mejor, alimentado por la esperanza de que algún día mi esfuerzo se vería recompensado y dejaría mi urna para ir a bailar a los salones más famosos de Suiza, Francia y el mundo entero.

    Muchos fueron los años que esperé. Muchas las sonrisas, las aclamaciones y los aplausos que provoqué pero que no iban dirigidos a mí. Cada vez ponía más ilusión en mi baile y mi sonrisa brillaba como si fuera marfil resplandeciente, pero por dentro mi corazón estaba triste por no poder independizarme de mi caja y mi dueño para salir a vivir mi vida por todas las fiestas del mundo. Mi decepción aumentó cuando descubrí que no estaba solo. El dueño se dedicaba a fabricar otras figuras idénticas a mí, pero nunca llegaron a ser tan geniales como yo. Todas esas imitaciones tenían una sonrisa artificial y bailaban sin sentimiento, como las hojas muertas que caen de un árbol en otoño. Una y otra vez repetían su baile y seguían sonriendo en su aburrida rutina. Ellos no luchaban por despegarse de sus palos. Ni siquiera sabían que esa posibilidad existía. La libertad que yo tanto ansiaba no constaba en su diccionario. Todo el mundo también les sonreía y arrancaban las palmas para el suizo, pero conmigo sus aplausos sonaban con tanta fuerza como la lluvia de una tormenta de verano, aunque no estuvieran dirigidos a mí.

     Empezaba a resignarme, a aceptar que no me pertenecía a mí mismo y que el suizo me tenía como un objeto de orgullo más que como a una creación a la que amaba por la satisfacción que le producía haber hecho algo tan fantástico como yo. Sin embargo, todo pudo cambiar en una ocasión. Después de muchos años dedicados a la profesión de fabricar bailarines decidió retirarse. Se empezaba a hacer mayor y ya tenía suficiente dinero como para  vivir sus últimos días en paz sin tener que trabajar. Muchos hombres de negocios se interesaron en su colección de cajas de música. Un caballero francés se fijó especialmente en mí. Me cogió en sus manos y escrutó con fascinado mirar toda mi fisonomía. Me hizo bailar para él un par de veces y tras verme se puso en pie y me aplaudió. “¡Bravo, bravo! Qué maravilla. Parece que tiene vida propia de lo bien que baila. Te ofrezco un millón de francos por él. Lo quiero para mí”. “Lo siento, caballero”, dijo el suizo. “Éste es de mi colección privada, le tengo demasiado cariño”. “Pero un millón de francos te hará olvidarlo. Yo lo llevaré por todo el mundo para que lo vean y admiren su bailar. Tu nombre también lo oirán por todos los rincones del globo”. Iba a ser libre. Mi sonrisa se estiró más y bailé como nunca otra vez delante de aquel señor. “No, no hay nada que negociar”. Después de mucho insistir, el caballero francés se marchó mientras me aferraba a la esperanza de que me robase y echara a correr. La puerta se cerró y la música cesó.

     Fueron años oscuros los que siguieron a ese suceso. Ya apenas bailaba porque la gente dejó de visitar al suizo, que ahora era un anciano decrépito y débil. Sus manos dejaron de tocarme y ya no me sacaba brillo. Las motas de polvo empezaron a cubrirme como escamas de pescado y todo mi cuerpo reluciente se cubrió del velo gris del abandono. El dueño murió, pero mi suerte no hizo sino empeorar. Fui llevado a un oscuro trastero, donde todavía sigo. Mis pies ya no son los de antes. Me siento viejo y triste, sin vida, como un marco sin una foto, olvidado por los que me sonreían. Ya no espero al caballero francés que tanto interés mostró por mí. He olvidado bailar. No recuerdo los pasos ni la música y he perdido el sentido del ritmo. Ahora ya no queda ni esperar.

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Michel abre la puerta del trastero y una nube de polvo le hace toser. “Phillip, sube aquí, mira qué cantidad de juguetes hay”. Philip corre por las escaleras hacia el trastero, tira su nuevo muñeco recién comprado en la juguetería y se pone a hurgar en todas las cajas cubiertas de polvo. Las abre todas, saca un montón de cosas pero nada le satisface. Todo es viejo y parece abandonado. Al fondo, encima de una desvencijada estantería, ve una pequeña caja de música con un bailarín. Se detiene y la observa. Es el juguete más bello que ha visto en su vida. Estira el brazo para cogerlo pero no llega, está demasiado alto. “¡Papá! ¡Papá! Cógeme eso”, dice señalando al bailarín. “Lo quiero”. Michel va hacia su hijo y lo coge. “Ten cuidado, no lo rompas”. “¿Qué es, papá?”. “Es un bailarín. Baila cuando suena su música. Mira”. El padre hace girar la manivela, pero parece pasada de rosca y no suena nada. El bailarín sigue inerte. “Vaya, qué pena. No se mueve. Bueno, lo dejaremos aquí donde estaba”. “Vaya mierda de juguete”, dice Philip. “No digas esas palabrotas”, le responde Michel.


Aquí os dejo un cuento que hice ya hace tiempo. Hacía mucho que no publicaba nada de este estilo aquí, aunque eso no significa que haya dejado de escribir (pero sí menos frecuentemente). No sé cómo se verá publicado porque el editor de Blogia coge muy mal los cortapega de Word. Os hubiera escrito cualquier paja mental o paranoia, pero es tarde y estoy cansado. Que os vaya bien.

Esperando a que mi perro cague la llave

Media hora llevo esperando a que mi perro cague mi llave. Él me mira con ojos inocentes, avergonzado por lo que ha hecho. Hace 25 minutos estaba gritándole enfurecido. Cualquier criatura de la Vía Láctea hubiera entendido que había cometido un error y se hubiera sentido como él se está sintiendo. Me callé cuando me di cuenta de que podía perderle. Es posible que esa llave le arañe las paredes del estómago y el intestino. Es metálica y tiene puntas de sierra, como todas las llaves. Le hubiera llevado al médico a toda prisa si no fuera porque tengo la pierna escayolada desde el tobillo hasta la ingle y todo el mundo está de vacaciones. Sólo mi vecina podría, pero creo que le dejaría morir. No le quiere. Está harta de él. En cuatro meses que llevo viviendo aquí ya se ha tenido que comprar cinco felpudos nuevos. Yo le digo que no se ha acostumbrado a vivir en una casa nueva y que no mide bien las distancias todavía, así que no le da tiempo a salir a la calle y se lo hace antes. Ella me responde airada y dice que si el perro es un maleducado, el dueño sólo puede serlo más. Maldita vieja. Me saca de mis casillas.

Un momento. Empieza a gemir de dolor. Se ha dado cuenta de que algo no va bien y lo ve en mis ojos. Intento meterle la mano en la boca para forzar su vómito. Forcejeo con él. Lo único que estoy consiguiendo es que me arañe la mano. Contengo las lágrimas de dolor, pero no puedo evitar llorar por él. Gime con un silbidito agudo y débil. Tengo que sacar la mano porque no puede respirar bien. Creo que le he hecho daño en la mandíbula. A cualquier otra persona le hubiera mordido, pero a mí no. Sabe que le estoy ayudando. Sus ojos me dicen que no lo está pasando bien, que está sufriendo. Mira los míos y se da cuenta de que yo también lo sé y que estoy tratando de ayudarle. Abre otra vez la boca, invitándome a un segundo asalto. Introduzco otra vez mi mano. Palpo las paredes de su interior intentando forzar un vómito, pero nada. Sigue quejándose, pero cada vez más débilmente. Su cuerpo por dentro está muy caliente y creo que está sangrando por la boca. Sus piernas flaquean y tengo que sujetarlo de pie para que no se caiga. Acaba de cerrar los ojos, ha perdido la conciencia y yace sobre mí pero, aunque parece un pequeño saco de huesos recubierto pelo, respira débilmente. Su corazón late, pero apenas se nota. Saco la mano llena de sangre para hacerle el boca a boca. Ya lo había hecho en mis cursillos de socorrista cuando era joven, pero de eso hacía mucho y nunca lo había intentado con un perro. Tiene un sabor muy amargo y enseguida me empiezo a manchar la cara de sangre. Suelo marearme en cuanto tengo una pequeña hemorragia en la nariz, pero ahora no flaqueo.

Sus párpados empiezan a temblar levemente y vuelve a abrir los ojos. Le siento respirar ahora con más fuerza, pero todavía le duele. “Sálvame”, me grita su mirada, mojada de lágrimas de perro. Vuelvo a meter la mano, ahora con más decisión, pero con menos fuerza, más concentrado en buscar un punto que lo haga vaciar el estómago. Mis ojos siguen asomando lágrimas. “Vamos, ¡échalo!”, le grito, “¡Échalo, joder!”. Se revuelve en mis brazos, intentándose soltar. Le dejo. Anda torpemente hacia un rincón, agacha sus patas traseras y de su ano veo salir la llave, acompañada de heces marrones malolientes. No hay ni gota de sangre en su caca. Vuelve hacía mí un poco más vivaz y me lame la cara con la lengua ensangrentada mientras gime de agradecimiento moviendo la cola. Tengo la mano llena de arañazos de sus dientes y creo que voy a vomitar del olor, pero no me importa, le he salvado la vida.

No esperes al tío Paco

NO ESPERES AL TÍO PACO, por Pedro Martínez.

Otra vez se había vuelto a quemar la carne en el horno. “Nunca más podré volver a dejarla sola”. La casa estaba envuelta en humo. “¿Dónde está mamá?”. Abrí todas las ventanas de la casa y saqué el trozo de carne, transformado en ceniza. Diana estaba llorando en su cama, cubierta con tres mantas y el edredón en pleno agosto. Estaba asustada y sudaba. “No te asustes, ya pasó”. “Hay mucho humo. Tengo miedo”. “Ya se va el humo, no tengas miedo”. “Mamá se fue”. “Volverá, no te preocupes”.

Llené la bañera para bañarla. Costaba mucho tranquilizarla. Era la hora de sus pastillas, pero mamá se las había vuelto a tomar todas antes de salir. Busqué en mi bolso y tuve suerte de encontrar una entre pañuelos mojados de lágrimas. Le gustaba el agua. Yo frotaba su espalda con la esponja y le limpiaba los hilillos de saliva que se caían de su boca mientras ella chapoteaba con los brazos. “¿Cuándo vendrá el tío Paco?”. “Muy pronto, Diana. Muy pronto. Hoy ha vuelto a escribir. Dice que tiene ganas de vernos”. “¡Qué bien!”. Hoy no había escrito. La última carta que recibimos fue hace dos meses. El tío Paco se fue hace muchos años a América e hizo fortuna. Mamá se escribía mucho con él antes de perderse. Ahora soy yo la que escribe por ella. Diana y mamá se aferran a que algún día volverá y seremos ricas. Yo me aferro a que mañana no me echen del trabajo y a que ninguna de ellas empeore, aunque a veces sueño con el tío Paco. Diana, mamá y yo en la terminal del aeropuerto. Lo anuncian por megafonía: “el avión desde México del tío Paco aterrizará en breves instantes”. Allí estamos las tres, sonrientes y nerviosas, unidas como nunca lo hemos estado. Luego el sueño se acaba. El tío Paco nunca aparece. Cuando se repite este sueño, intento cruzar las puertas de la terminal, pero nunca se abren y acabo golpeándolas con fuerza mientras lloro de rabia en el suelo. Y cuando despierto me veo aquí, lavando a mi hermana en la bañera y rezando para que mi madre llegue a casa tan borracha y tan colocada que no le apetezca pegarnos ni a Diana ni a mí.

Es hora de que Diana se vaya a la cama. En el bolso tengo una chocolatina medio derretida. Se la doy. Le cuesta menos comérsela que otras cosas, pero está tan derretida y se mancha tanto que debería meterla otra vez en la bañera. Cuando vuelvo de lavarme las manos en el baño, se ha quedado dormida en su silla. La meto en la cama. En sus sueños es donde mejor está. Allí el tío Paco sólo tiene ojos para ella. “Hasta mañana”, susurro.

Al otro lado de la puerta de la casa, mamá intentaba dar en el blanco con la llave y abrir la cerradura. Abrí yo desde dentro. Tenía las bragas bajadas y un tirante de la camiseta caído. Una sombra bajaba las escaleras y salía por el portal. Se apoyaba con una mano en la pared y trataba de mantener los ojos abiertos. “No hagas ruido, Diana se ha quedado dormida ya”. “¿Por qué no estás dormida tú?”. “Estaba esperándote”. “Te tengo dicho que no me esperes despierta”. “Hoy has dejado sin pastillas a Diana. Ha tenido suerte de que yo tuviera una en el bolso”. “O sea, que tú también le robas las pastillas a la pobre de tu hermana”. “No, yo sólo cojo alguna por si vuelves a hacer lo de hoy. Deberías verla alguna vez con uno de sus ataques.” Se tambalea como una botella con el culo redondo. “No me apetece discutir hoy, estoy muy cansada. ¿Qué hay de cenar?”. “Nada, se supone que yo ponía la carne en el horno y tú la sacabas mientras estaba trabajando”. “¿Nada?”. Bofetón. Por muy borracha que estuviera, cuando me pegaba soltaba sus manos con la precisión de un boxeador. “¡Yo también trabajo, niñata de mierda! ¡No puedo estar pendiente de dos retrasadas como vosotras!”. De un empujón me la quité de en medio y bajé las escaleras cubierta por mi velo de lágrimas.

Recibimos una carta del tío Paco un mes después de este día. Era breve y decía que se venía con nosotras a pasar los últimos días de su vida. Quería morir en la tierra que le vio nacer. Diana se alegró y mamá y yo tapamos con niebla nuestras diferencias, fingiendo ser uña y carne cuando no éramos más que dos trozos de pescado podrido flotando en una charca de aguas residuales. Fueron días de nervios y tensión, pero el fusible no llegó a saltar.

Fuimos a buscarle a la terminal. Todo era igual que en el sueño, las mismas caras de alegría, tres almas unidas por un motivo, por un futuro luminoso. Anunciaron el avión. Las puertas de la terminal se abrieron. Los primeros viajeros empezaron a salir y se abrazaban a otros que estaban esperando como nosotras. Apareció como una sombra, discreto y escondido entre los demás pasajeros. Llevaba una pequeña maleta en la mano derecha, unos pantalones oscuros, una camisa blanca arrugada y los cordones desabrochados. Tenía barba de tres días, el pelo desaliñado y le faltaban unos cuantos dientes cuando sonrió al vernos. Diana seguía sonriendo y moviendo las manos haciendo un efusivo saludo mientras que a mamá y a mí se nos cayó el mundo encima. No era el salvador. Ambas habíamos sido traicionadas por nuestra propia imaginación y él nos había estado mintiendo durante años. Quise llorar, pero al ver que mamá empezó antes que yo, reprimí mis lágrimas y me hice más fuerte contra el alud de mierda que acechaba en lo alto de la montaña.

Se vino a vivir a casa. Nos lo confesó todo. Había perdido todo su dinero en el juego y ahora necesitaba vivir con alguien para no pasar sus últimos días tirado en una calle de México. “La familia unida, permanece unida”, no paraba de repetir. “¡Por el interés te quiero, Andrés!”, le respondió mi madre, harta de excusas y tirándole el vaso de whisky a la cabeza. “¡¿Dónde estabas tú cuando nació Diana?! ¡Me echaron del trabajo y tuve que mantener a estas dos inútiles con las piernas abiertas y comiéndole la polla a cientos de demonios por unas míseras pesetas! ¡Largo de mi casa, embustero! ¡Vete o llamaré a la policía!”. El tío Paco cogió la maleta y se fue en silencio, tal y como había llegado. Mi madre no lo superó. A los pocos días se ahogó en la bañera por el peso de tantos tranquilizantes y botellas de alcohol. Diana empeoró y el médico me aconsejó que la ingresara en un centro. No tuve otro remedio y accedí con la esperanza de poder estabilizarme, encontrar un trabajo decente y poder sacarla de allí para cuidar de ella, pero a los pocos meses me di cuenta de que eso era volver a esperar al tío Paco, volver a poner mis esperanzas en un salvador. Por eso estas son las últimas palabras que escribo antes de que esta soga termine con mi vida. Todo habrá acabado ya.

Los calzoncillos

Los calzoncillos Los calzoncillos, por Pedro Martínez

- No te jode... Los gilipollas estos... –miraba por el espejo al asiento de atrás buscando en mi cara un gesto de complicidad-. Todo el día hablando de que si los del PP son fachas, que si no sé qué. Y ahora a todos los niños en el colegio les enseñan esas mamarrachadas... Joder con los imbéciles estos. Pero si el socialismo viene del comunismo, y ésos sí que eran cosa fina.
- Por favor, pare el coche, tengo que vomitar.
Frenó casi en seco en el carril bus y vomité todo el desayuno en la parada del 16. Parte de los tropezones del montado de jamón ibérico cayeron en los finos zapatos en que terminaban las dos piernas más lisas que jamás había visto. Era una chica de unos veinte años morena, delgada y un cuerpo espectacular debajo de un vestido rojo en el que apenas se marcaban las líneas de su ropa interior. No se enfadó.
- Por 100 euros me como todo lo que eches por todos los agujeros de tu cuerpo.
Cerré la puerta a toda velocidad.
- Arranque, por favor.
Giré la cabeza hacia la parada. Allí no había nadie. La radio ahora descargaba una canción del verano cantada por Bob Dylan. Empecé a sentir asco hacia Bob Dylan.
- Por favor, ¿puede cambiar de emisora?
- Sí, claro.
Sintonizó una en la que un predicador rezaba el Ave María.
- Dios te salve la minga que la tienes de grana...
- Menuda panda de ateos hay por ahí. Vamos, los metía a estudiar en los jesuitas. Si es que con Franco esto no pasaba...
Volvió a cambiar de emisora.
- Parece ser que tenemos ya conexión con nuestro enviado especial a la Eurocopa de Argentina. Buenos días, Mariano.
- Hola Fernando. La shfelección ha realizado shfu último entrenamiento anteshf de enfrentarshfe a Nigeria...
Era raro, desde que me había levantado por la mañana todo parecía ir al revés. Quizás fuera eso lo que me causaba el mareo que tenía en la cabeza y que me había hecho vomitar. Era pleno invierno pero hacía mucho calor. Apenas había atasco por la calle. Me sentía incómodo y tenía el estómago demasiado revuelto. Paré el taxi en un bar. Necesitaba tomarme algo para arreglarme el estómago. Le di un billete de diez al taxista para pagar la carrera y me devolvió uno de veinte. No le dije nada.
Daban las doce y media de la mañana en el reloj de una iglesia, pero las manijas marcaban las seis en punto. El bar parecía estar cerrando. Entré.
- ¿Está cerrado ya?
- No, qué va. ¿Qué le pongo?
- Un poleo-menta, por favor. –Me metí en el servicio.
Fui a sacármela para vaciar la vejiga, pero no estaba el agujero que había entre los botones de los calzoncillos. Me los había puesto al revés. Me bajé los pantalones e hice toda la maniobra para reorientar mi ropa interior. Estaba más cómodo ahora. Eché la meada, salí del baño y vi que el bar estaba lleno de gente que se agolpaba en la barra. Todo parecía normal ahora.

¿Segura?

¿Segura? ¿Segura?, por Pedro Martínez.

¿A que dudas cuando te pregunto si estás segura? Hasta yo dudo de si estoy seguro. Ayer todo era seguro, hoy es seguro que no estás segura. No te preocupes, yo tampoco lo estoy. ¿Mañana? No lo sé con seguridad, pero lo que sí es seguro es que será otro día y que es probable que no se me haya pasado. ¿Pasado mañana? Seguro que seguiré pensando en ti y posiblemente estemos dudando todavía de si estás segura de lo que me dijiste ayer. ¿Al siguiente? Es posible que al siguiente tú estés menos segura todavía y, si no lo estás, es seguro que al siguiente del día siguiente estarás llamándome otra vez por teléfono y me dirás que no estabas segura de lo que me dijiste, y yo te diré que estaba seguro de que no estabas segura y que ahora sí es seguro que podemos volver a empezar.

La sala de espera

La sala de espera LA SALA DE ESPERA, por Pedro Martínez.

Fue como el último suspiro de un globo antes de desinflarse. Todos lo miramos. Pronto empezó a llegar un aire recalentado y espeso a nuestras fosas nasales. El hombre permaneció impasible mirando a la pared tratando de disimular su vergüenza. El olor del pedo podía cortarse con un cuchillo. Las nalgas de aquel hombre habían dejado escapar una ventosidad que nunca debería haber salido de su colon. Las dos señoras mayores que estaban a mi lado no pudieron reprimir una risita traviesa. El niño pequeño dejó de corretear entre los asientos, se acercó a su madre y con voz alta e inocente le dijo:
- Mami, huele a pedo, y afeó su cara con gesto desagradable mientras se tapaba la nariz. La sala ahogó una carcajada al oír al chiquillo.
Empezó a andar delante de los que esperábamos al doctor, oliéndonos de cerca a todos. Ya se acercaba al viejo, que seguía de piedra mirando al frente, con el bastón en la mano y la boina a cuadros vieja sobre su cabeza.
- Ha sido éste. ¡Se ha cagado!, empezó a canturrear el niño con una infantil melodía. ¡Se ha ca...! ¡¡Ay!!. El hombre golpeó al niño con el bastón. ¡Me ha pegado! ¡Mamá!, sollozó mientras se frotaba el brazo.
Las dos viejecitas le reprocharon al hombre su acción entre risas.
- ¡ Hombre, no le da a Vd vergüenza de pegar al crío!
- ¡ Es un crío maleducado al que le tenían que haber dado unos buenos azotes desde que nació!, a la vergüenza del pedo se le había sumado al viejo la de haber pegado a un inocente pequeño. La madre se puso de pie para defender a su niño, pero no con mucha convicción, pues todavía se estaba riendo de la flatulencia.
- ¡Pero bueno!, fingía enfado. Que no le vuelva yo a ver por aquí. O se va o llamo en seguida a la enfermera para que se lo llevé a hacer sus necesidades a su casa.
No había terminado la madre de hablar cuando se abrió la puerta de la consulta.
- ¿ Emiliano Serrano?, la enfermera movió su nariz al respirar la pestilencia todavía presente en la sala de espera.
- Sí, ya voy si me lo permite esta señorita, dijo dirigiéndose a la madre.
Dio un portazo a su espalda. Una señora mayor bajita que iba con su marido, un señor relleno con camisa, corbata y chaqueta, se echó a reír a carcajada limpia. Se puso roja como una manzana en un momento y su papada se agitaba al ritmo de sus aguda risa. Su marido trataba de hacer que su mujer se recatase un poco mientras se reía más discretamente. Las dos señoras mayores empezaron a llamar “guarro” al hombre a la vez que lo llamaban “animal” por haber pegado al niño, al que se le había pasado la llantina con un caramelo que le dio la madre.
El olor del pedo se fue yendo poco a poco hasta que no nos acordamos de porqué nos habíamos estado riendo tanto. Tras más de diez minutos, el hombre salió de la consulta y se quedó de pie, enfrente de todo el mundo con mirada desafiante. Sacudió un poco una de sus piernas y salió en dirección a las escaleras. La gente se quedó mirándolo marchar.
- ¿Lucas Montoro?, me levanté y pude oler la flatulencia que el viejo había dejado mientras hacía el sencillo gesto de estirar una de sus piernas.
- ¡ Será marrano! ¡Otra vez se ha vuelto a peer el viejo guarro ese!, gritó una de las dos señoras mayores mientras la puerta se cerraba a mis espaldas.

Balada para un jardinero

Balada para un jardinero BALADA DE UN JARDINERO, por Pedro Martínez.
(¿Por qué caen todas las flores muertas en mi jardín?)

Érase una vez un humilde jardinero que trabajaba todo el día sin cesar en los vastos jardines de palacio, recogiendo las hojas secas que caían de los árboles, regando las bellas flores de colores y cortando las malas hierbas que crecían. El rey y la reina lo tenían en muy alta estima y lo alababan por cuidar tan bien de sus patios, que eran los más bellos que ningún rey pudiera soñar tener nunca. “Un artesano con los dedos verdes”, decían unos. “Un decorador de la naturaleza”, señalaban otros. “Y qué obediente y responsable es”, insistía la reina a sus amigas mientras tomaban el té. Sumiso, entregado, trabajador, atento… Incluso aceptaba con entereza las reprimendas de la reina cuando no le gustaba el color de las flores que ponía en el centro de la mesa. Él siempre se disculpaba por no acordarse de que “su majestad, en los días de verano cuando hay tormenta, prefiere los claveles a los gladiolos a la hora de comer, y los gladiolos a los claveles en la cena”. Aun siendo con él más cruel que con ningún otro de sus sirvientes, era al que la reina tenía más cariño.
Y así fueron pasando los días hasta que llegó el otoño. Las hojas empezaron a teñirse de amarillo para luego caer al suelo. Los bellos jardines de la reina perdían su color, pero el humilde jardinero trabajaba cada día más duro para quitar con su rastrillo todas las hojas secas que había. Era en estos momentos cuando la reina lo felicitaba con mayor entusiasmo. “Ninguno lo podría hacer tan bien como tú”, le decía al agotado sirviente. Estas palabras levantaban su moral antes de irse a su casa a descansar para volver al día siguiente con fuerzas renovadas.
Un día, regresaba a casa silbando alegremente cuando, al abrir la puerta de su pequeño jardín, vio que muchas hojas habían caído de los árboles y deslucían su patio. Miró los jardines de todos sus vecinos y vio que estaban mejor aseados y cuidados que el suyo. “¿Por qué caen todas las flores muertas en mi jardín?”, se preguntaba él. “Bueno, otro día las recogeré, hoy estoy muy cansado”. Echaba con el pie a un lado del camino las que le molestaban y seguía andando. “Bueno, otro día lo recogeré todo, hoy estoy también muy cansado”, dijo al día siguiente. Y así, día tras día, mientras iba a limpiar el jardín de la reina todas las mañanas, el suyo se llenaba de hojarasca y maleza, hasta que una noche, cuando volvía de palacio, no pudo entrar en su casa de la cantidad de ramas y hojas muertas que se habían acumulado en su patio y que no le dejaban pasar. Esa noche durmió bajo un árbol. “Mañana por la mañana me pondré en serio y lo dejaré todo lo mejor que pueda”. Justo al rayar el alba, envió a un mensajero con una nota para la reina en donde le decía que le disculpase esa mañana, pero que no iba a poder ir a trabajar porque tenía que arreglar urgentemente su patio para poder volver a entrar en su casa. Pasó todo un día entero quitando hojas secas y podando ramas muertas de sus árboles pero, aún así, todavía le quedaría tarea para unas cuantas semanas más. Cuando el sol empezó a caer, llegó el mensajero con una carta de la reina para él. “Querido jardinero, me he apenado mucho hoy porque usted no ha podido venir a darle color a mi bello jardín. Espero que vuelva pronto, porque ver así de triste mis plantas también me entristece a mí”. Estas palabras de la reina hicieron brotar lágrimas de culpabilidad de los ojos del jardinero.
A la mañana siguiente, abandonó su trabajo doméstico para ir a palacio. La reina le recibió con alegría y él trabajó tanto, que en un día recuperó todo lo que no había hecho el anterior. Al llegar a su casa, su jardín estaba incluso peor que cuando lo empezó a limpiar la jornada anterior. Cuando salió el sol al día siguiente, volvió a mandar al mensajero con una disculpa para la reina por volver a tener que quedarse en casa arreglando sus moribundas plantas. Pero por la noche no volvió el enviado con una carta de la reina, por lo que el entregado jardinero supuso que estaría muy enfadada con él. Al día siguiente, terriblemente avergonzado, se presentó en los jardines lo más pronto que pudo, pero la reina lo estaba esperando con mala cara. Le echó la peor de las reprimendas que nunca nadie le había echado por haber dejado que los jardines se cubrieran de nuevo de maleza. “No saldrás de aquí hasta que vuelva a parecer primavera en mis patios”. Él, llorando, se disculpó y enseguida se puso a trabajar. No se fue de allí hasta que dejó todo precioso otra vez. Hasta parecía que algunas flores estaban floreciendo, pese a ser ya pleno invierno. La reina esta vez no le agradeció su entrega y ni le felicitó por su trabajo. Es más, lo despidió falsamente insatisfecha porque no le gustó cómo había quedado el jardín. Sabía que había hecho un trabajo milagroso, pero no quería reconocerlo.
Llegó llorando a su casa. Se sentía incomprendido. La reina no entendía que su casa, su precioso patio y su antes fértil huerto, se estaban echando a perder porque todos los días tenía que evitar que en el palacio no hubiera hojas secas ni siquiera escondidas detrás de los arbustos. Cruzó a duras penas su siniestro jardín y cuando iba a entrar en su casa, vio una pequeña flor que brillaba escondida debajo de toda la hojarasca. Se agachó a observarla y la acarició. “Me estoy muriendo”, le dijo la flor con voz muy débil. “Todas las flores de tu jardín estamos desapareciendo porque no nos cuidas. Incluso el huerto que tan buenas hortalizas te dio está muriéndose. Somos tus flores, somos tu vida porque tú nos la diste a nosotras. Tú nos plantaste aquí para que floreciéramos y te diéramos de comer, pero ahora nos has abandonado.” Entonces el jardinero se echó a llorar junto a la flor. “Tienes toda la razón. Vosotras sois mis flores y os he abandonado. A partir de ahora no descansaré hasta que mi jardín sea el más bello de todos los jardines y mi huerto vuelva a dar las mejores hortalizas de todo el reino”.

Una tarde de agosto en Madrid.

UNA TARDE DE AGOSTO EN MADRID, por Pedro Martínez

Abrí la puerta del ascensor. Mis vecinos llegaban de sus vacaciones. Carlos cargaba con una maleta bastante pesada a juzgar por la cara que ponía al tratar de levantarla. Le ayudé con la otra, que también pesaba como un demonio. En la calle, Marta, su mujer, esperaba con el coche en marcha a que Carlos cogiera el último bulto del maletero. Entré en el bar contiguo a mi portal y pedí un café solo con hielo. Me encantaba observar cómo el líquido marrón ardiente derretía los hielos en el vaso de cristal. Era muy refrescante. Salí del bar y anduve por la parte con sombra de la acera. Encendí un pitillo. Después de un café así, un cigarrillo me sentaba bastante bien. La mezcla de los dos sabores en mi boca me traía buenos recuerdos, aunque no sabría decir cuáles. Al llegar a la esquina el semáforo estaba en rojo. El aire caliente que soplaba raspaba la piel. Unos obreros trabajaban en la calle a pleno sol y yo estaba como ellos, esperando a que se pusiera en verde. Crucé después de ver que ningún coche pasaba en ese momento. Era imposible que eso sucediera. Lo normal en un primero de agosto era que la calle estuviera desierta. Y así era. Pasé por delante de la peluquería en la que de niño me cortaban el pelo. No me acuerdo muy bien de porqué dejé de ir, pero creo que fue porque los peluqueros hablaban mucho y no se enteraban de que te estaban dejando la cabeza como a un punki, o te estaban haciendo sangrar con la cuchilla al afeitarte las patillas.
En la puerta del videoclub había una señal que prohibía fumar en el interior del establecimiento. Me quedé sentado en un banco justo enfrente a terminar el cigarro. Observé mis piernas en el reflejo de la puerta. Qué gran mata de pelo. Parecía un oso. Aplasté el cigarro con el pie y entré. La dependienta estaba haciendo algo debajo del mostrador. Aparte de la chica, sólo había un viejo con una barba blanca y larga ojeando algunos títulos. Parecía un mendigo. En pleno agosto nadie quiere contratar a Papa Noel en unos grandes almacenes. Me dirigí al estante de la oferta de dos por uno. En la radio sonaba una canción de Alejandro Sanz, uno de esos pasteles de su primera época, cuando todavía vivía en Madrid.
Ojeaba algunas películas, separando basura de películas potables, cuando entraron dos tipos encapuchados. Uno de ellos iba armado y disparó al techo. Me agaché y me cubrí rápidamente detrás del estante.

- ¡Rápido! ¡Llena la bolsa con lo que tengas en la caja! ¡Vamos, joder, no tengo toda la puta tarde!. – gritó a la encargada mientras volvía a disparar. Yo no veía nada de lo que ocurría. No quería jugarme el culo asomando la cabeza para luego tener que testificar ante la policía para denunciar a unos tipos que no pisarían la cárcel por atracar un videoclub de barrio. Todo eso en caso de que dieran con ellos.
- Por favor, no me mates. Ya lleno la bolsa…. Haré lo que quieras, pero…, no me mates. Por favor… – La pobre chica sollozaba al otro lado del mostrador. Estaba cagada de miedo.
- ¡Vamos, coño! ¡¿Eres parapléjica o qué?! ¡Más rápido, hostia puta!.- El atracador estaba bastante excitado. Su voz era agresividad pura, sonaba como si hubiera tomado anfetaminas antes de entrar. Sería mejor que me quedase en el suelo hasta que se fueran.
- ¡Ya está, vámonos!- Volvió a disparar al techo. No habría hecho falta descargar tanto plomo para atracar la tienda a esas horas. Oí el coche arrancar a toda velocidad en la calle y perderse en dirección a la Castellana.
Esperé unos segundos antes de asomarme desde el final de la estantería. Se oían los sollozos de la chica. El hombre de la barba larga salía lentamente por la puerta como si no hubiera pasado nada, con una bolsa de patatas y una película bajo el brazo. Al pasar pitó el detector pero nadie hizo nada por pararle. Me levanté del suelo. La escena apenas había durado dos minutos pero todo mi cuerpo seguía en tensión, como si hubiera corrido una maratón. Pasé por detrás del mostrador y me agaché para consolar a la dependienta.
- Tranquila, ya se han ido. Voy a llamar a la policía.
La chica se levantó temblando como un flan. Lloraba a moco tendido. Traté de tranquilizarla mientras llegaban los policías. En menos de cinco minutos se presentaron tres coches patrulla montando un gran escándalo con las sirenas. Me hicieron algunas preguntas, pero no pude contestarles mucho porque no había visto nada, ni a los atracadores ni el coche en el que se habían ido. Me dejaron ir después de pedirme los datos por si la investigación llegaba a algún sitio. Cogí el camino de vuelta a casa y encendí otro cigarro. Estaba muy nervioso, me temblaban las piernas. Lo malo de aquello es que no había podido alquilar ninguna película e iba a pasar la tarde en casa mirando la pared bajo el chorro del aire acondicionado del salón.

El resto ya lo sabía.

El resto ya lo sabía, por Pedro Martínez.

Bajamos del taxi en Cibeles y subimos andando por Alcalá hasta Sol. Había llovido y el suelo estaba mojado. Un viento frío rozaba mis brazos y me estremecía. Ya era de noche. Los coches estaban parados en un atasco. Algunos pitaban. Otros hacían lo mejor que podían hacer, desesperarse encima del volante en vez de hacer sonar su claxon. Nos despedimos.
- Ya lo sabes, ¿no? – me dijo.
- Sí – era triste saberlo.- ¿Por qué has decidido contármelo con antelación esta vez y no las anteriores?
- Porque estabas empezando a perder la fe en mí. Sólo quería que supieras que todo lo bueno y lo malo que te pasa es porque yo ya lo he decidido, y nada ni nadie lo puede cambiar.
- Pero, ¿seré feliz en algún momento de mi vida?
- Sí, no te preocupes. Sólo tienes que esperar. Yo os tengo guardada la felicidad a todos.- Sonreí.
- Entonces, gracias.- Nos estrechamos la mano y se fue en dirección a Arenal.
Ella estaba apoyada en la pared del edificio de la Presidencia del Gobierno de Madrid. La melena le cubría parte de la cara, pero pude adivinar un gesto serio en su expresión. La cogí del brazo y nos dimos un beso vacío.
- Pedro, tenemos que hablar.
El resto ya lo sabía.

A la mar y a tu lado.

A la mar y a tu lado, por Pedro Martínez.

Desperté solo una mañana en una habitación desconocida. El cuarto era pequeño, pero la altura a la que estaba el techo era en proporción más alta que el resto de las paredes, lo que le daba un cierto aire expresionista al lugar en el que me encontraba. Había una ventana por la que entraba suficiente luz como para alumbrar toda la estancia sin necesidad de tener que encender el solitario interruptor que había en la pared de la derecha. Miré por la ventana. El cielo estaba nublado pero algunos rayos de sol se filtraban a través de las nubes grises. El paisaje resultaba tristemente invernal. Tenía la boca seca. Miré en la habitación buscando algún grifo pero no había nada. Fui a abrir la puerta para salir pero estaba cerrada y no tenía la llave. Cuando llegué allí, me habían puesto un camisón y habían guardado mi ropa en el armario. Busqué en un bolsillo del pantalón y encontré mi cartera. No tenía dinero. Saqué el carné de identidad y lo miré. Sin duda era mío, pero no me decían nada aquella foto con aquel nombre y el resto de los datos que aparecían en él. Todas esas cosas perdieron su significado para mí cuando lo dejé todo atrás y emprendí mi viaje al centro del mar sobre mi pequeña barca.
De pequeño había vivido lejos de la costa y nunca había hecho siquiera una visita en vacaciones. Mi madre siempre me contaba maravillas de lo que una persona sentía estando cerca del mar. Hablaba de emociones indescriptibles que sólo la cercanía de las olas podía descubrir a los hombres. A algunos los hacía eternamente felices y se quedaban a vivir junto a él en casas preciosas. Esos no necesitaban más que abrir una mañana la ventana y respirar aquel aire encantado que provenía de la orilla. Sin embargo, otros no eran capaces de dominar las emociones que el mar despertaba en ellos. Perdían la cabeza por el murmullo de las olas muriendo en la playa y terminaban adentrándose en solitario en ese desierto de agua buscando esa gota salada que colmase el vaso de su existencia y saciase su sed de felicidad. Remaban y remaban, día y noche, perdiendo de vista todo lo que dejaban en tierra, olvidaban todo lo que una vez pudieron haber sido y se entregaban a un destino desconocido. La mayoría se perdía en el inmenso azul y nunca regresaban; era la perpetua búsqueda de la satisfacción plena del ser humano. Los pocos que volvían regresaban completamente locos o enfermos para el resto de su vida. Algunos de los que conseguían salvarse volvían a buscar al mar lo que no habían encontrado la primera vez, pero los que se quedaban en tierra firme lejos del embrujo de la costa, renunciaban a todo destello de felicidad y a emprender de nuevo la aventura de encontrar un sentido a sus vidas. Todo esto que decía mi madre y el hecho de que yo nunca hubiera estado cerca, hicieron crecer en mí un deseo irrefrenable de visitar el inmenso azul.
Un día como otro cualquiera llegué a un pequeño pueblo cuyo mayor tesoro era una preciosa playa que daba a mar abierto. Allí estaba yo, contemplando cómo la melena del agua descansaba sobre la espalda de la orilla. No había respirado nunca lo que aquel cuerpo azul de sirena emanaba, ni había visto un color tan bello ocupando todo mi horizonte. Pasé una larga temporada caminando por el malecón, viendo cómo las olas rompían en las rocas a mis pies, llamándome a que me mojara en ellas y sintiera sus caricias por todo mi cuerpo. Iba todos los días a sentarme sobre la arena a ver las olas y escuchar su sabiduría en aquel eterno murmullo. Daba largos paseos por la orilla, conversando con las pequeñas conchas que la marea traía a la orilla y que luego devolvía a las profundidades. A medida que pasaba el tiempo, mis ojos miraban en una sola dirección y dejaba de atender a todo lo que había fuera de la playa; abandoné esa parcela de mi vida que se desarrollaba sobre tierra seca. Un día soleado y tranquilo, cogí un reloj, un trozo de pan y una brújula, me metí en una pequeña barca y empecé a remar mar adentro. Remé primero durante días, luego semanas, después meses y, por último, remé toda una eternidad. Al principio disfrutaba de las pequeñas olas que mecían mi bote y del sol brillante que alumbraba mis ilusiones. Por la noche, las estrellas vigilaban mi frágil embarcación y traían a mi cabeza sueños de días felices dentro del mar después de un largo viaje a lomos de la dócil yegua de cabello azul. Todo me hacía pensar que iba por el buen camino, pero al poco tiempo de mi periplo, el pan se acabó. Pasaba días y días sin comer nada, apoyado en el extremo de la barca con mi cuerpo inclinado sobre el borde, acariciando con mis dedos la superficie del agua. Sin embargo, de mi cara no desaparecía una sonrisa ingenua y llena de ilusión que me acompañó hasta en los momentos más difíciles de la travesía. Cada cierto tiempo, el mar parecía acordarse de mí y me lanzaba algún pez que yo cogía y devoraba a toda prisa, cegado por la ansiedad que me producía la incógnita de cuándo llegaría el siguiente animal que fuera a parar a mi boca. Seguía pasando el tiempo sobre aquella alfombra de agua y cada vez sentía mayor desilusión porque las noches empezaron a hacerse más largas y más lluviosas que los días, que era cuando parecía que me encontraba más cerca de la felicidad que yo estaba buscando.
Para añadir más dificultad a mi viaje, pronto llegó la época de las tormentas. Las olas chocaban contra mi pequeño barco movidas por la fuerza de un diabólico y hercúleo monstruo que habitaba en sus profundidades. Al ver el agua turbia y la mar encrespada, y después recordarlo unas horas antes en calma y claro como un cristal, me ponía a llorar. Me sentía engañado una y otra vez por una ilusión que cada vez creía menos que se fuera a hacer realidad. Pero cuando volvía la calma a mi jardín y el sol volvía a brillar sobre el mar, todas las elucubraciones que hacía en la tormenta desaparecían y me daban fuerzas para remar con más ánimo en la dirección que la brújula todavía me indicaba.
Fue un día de luz clara y radiante, con el mar en calma y mi corazón como un coro de ángeles exultantes, cuando vi a lo lejos un pequeño barco como el mío que flotaba en dirección contraria a la que iba yo. En realidad parecía que no seguía un rumbo fijo, sino que iba a la deriva. Cuando llegó a mi altura, vi a un hombre tumbado en el pequeño espacio de la ajada embarcación, que parecía que iba a hundirse completamente si no encontraba pronto un puerto en el que repararla y parar a descansar. El hombre tenía un aspecto lamentable. Llevaba una barba y una melena de color blanco muy largas y estaba flaco como una el palo de una escoba. Mi aspecto no era muy diferente al suyo, pero yo tenía lo que él ahora no tenía, un corazón que me dirigía como una locomotora de vapor hacia la felicidad. De sus ojos brotaban lágrimas dulces. Le pregunté que porqué lloraba y él me dijo que por el mar, porque le gustaba tanto el sentirlo cerca que le emocionaba y, por otro lado, lloraba también porque le castigaba a veces con tanta dureza que no podía esconder su llanto pidiendo clemencia, como si fuera un niño delante de su madre quejándose de un castigo inmerecido. Me contó también que había perdido el rumbo hacía mucho tiempo en aquel laberinto sin paredes, así que le quise dar la brújula que había llevado conmigo desde el momento en que partí. Él no quiso aceptar mi regalo y trató de convencerme de que volviera con él a la orilla. Había sufrido mucho guiado por el caprichoso sendero de la marea y ahora quería recuperar lo que dejó atrás cuando partió. Me dijo que mi camino no llevaba a ninguna parte, pero yo, animado por la luz del sol y guiado por una fuerza divina, seguí remando. Le di mi brújula y le deseé suerte en el camino de vuelta.
A los pocos días de haberme encontrado con aquel hombre, me di cuenta de que había perdido yo también mi rumbo. Las olas me llevaban de un sitio para otro, en una dirección diferente cada día. Mis brazos habían perdido toda su fuerza y se rindieron al camino por el cual el agua quisiera llevarme. Los remos se perdieron en otra fuerte tormenta, con lo que terminé por convertirme en esclavo absoluto de la brisa del mar y del destino que me fuera a traer. Poco a poco, en el casco de la barca se hicieron agujeros. El agua entraba a chorros por las brechas hasta que un día no fui capaz de achicar todo el líquido que se acumuló en el interior y mi deteriorada barca se terminó hundiendo en el fondo del mar. En este momento fue cuando de verdad me sentí solo y desamparado, rodeado de aquella sustancia que primero me había seducido con bellos cantos y perfumes divinos, pero que luego me traicionó sin el menor escrúpulo. Floté durante varios días y noches sobre aquel lecho hasta que me quedé dormido en sus brazos.
Luego desperté en esta habitación. No recordaba cómo había llegado hasta aquí ni quién me había podido traer. Me quedé mirando en mi muñeca el reloj que me acompañó en el viaje. Las agujas no se movían. Me lo quité y lo puse debajo de la almohada. Apoyé mi cabeza sobre ella y, tumbándome sobre la cama, cerré los ojos y volví a transportarme a la orilla del mar. A medida que las imágenes en mi cabeza se hacían más reales, el tic-tac del reloj se volvía a poner en marcha. Me quedé dormido cuando pisé otra vez la arena, mientras miraba como el sol se escondía en el fondo del mar y volvía a crecer en mí el deseo que tenía de joven de ir otra vez a aquella playa y volver a perderme entre la belleza de sus olas.

La pelota sobre el tejado

LA PELOTA SOBRE EL TEJADO, por Pedro Martínez.

La pelota iba y venía de un lado a otro de la calle. Jugaban a meter gol usando como meta el portalón de uno de los chalets de la urbanización. Corrían detrás del balón como posesos, mirando fijamente a la pelota para tratar de controlarla. Chocaban una y otra vez entre ellos intentándose quitar el esférico de plástico rojo. Disparaban con fuerza la inocente bola, que golpeaba la puerta del garaje cuando Gonzalo, el más rellenito de los tres, no lograba pararla. Josito había vuelto a meter gol. Levantó los brazos y gritó con euforia por la consecución del tanto. En su imaginación estaba en un estadio de fútbol lleno de hinchas que lo animaban y gritaban su nombre. Jorgito llamó paquete a Gonzalo por no haber conseguido detener el balonazo de Josito. El goleado portero se defendió diciendo que había ido muy alto.
Los tres sudaban bajo el sol de agosto. El asfalto sobre el que jugaban era fuego puro. Gonzalo volvió a sacar lanzando el balón de espaldas para no favorecer a ninguno de los otros dos. Josito se hizo con la pelota de nuevo y metió otro gol. El pobre portero no pudo hacer nada pese a dejar caer su cuerpo sobre la dura y ardiente calzada. “Ahora no he podido hacer nada”, le dijo a Jorgito, que aprobó con desgana la impotencia del portero ante el gran disparo de Josito, el que mejor jugaba de los tres. El pobre Gonzalo cogió el balón y sacó con rabia. Esta vez Jorgito controló la pelota, se dio la vuelta, encaró la portería y, ante el marcaje de su contrario, pegó un patadón al balón mientras se caía por el empujón de Josito. La pelota voló por encima de la puerta de la casa, rozó una alta rama de un árbol del patio y fue a parar al tejado, donde se quedó atascada en el canalón por el que bajaba el agua de lluvia. Josito le increpó con soberbia. “Ya la has cagado otra vez, inútil”. Gonzalo se quedó mirando en silencio la pelota, que estaba en el lateral derecho de la casa. Jorgito también la miraba con los brazos en jarra. “Venga, llama para que nos la devuelvan”, dijo Josito.
Siempre que se les colaba la pelota, la dueña de la casa se la devolvía con una sonrisa en los labios y les decía que no fueran tan brutos cuando jugasen, pero ella bien sabía que eso no se le podía pedir a tres niños de 8 años. Llamaron al telefonillo. Esperaron, pero nadie respondió. Jorgito volvió a apretar impacientemente el botón pero nadie hizo caso. “Bueno, pues vamos a ver si tirándole algo cae”, propuso Gonzalo, el que había estado más callado de los tres. Por el lateral de la casa, la distancia a la pelota era más corta. Si conseguían hacer que el balón cayera del tejado, podría llegar hasta cerca de la reja y meter los brazos para sacarla por encima de los barrotes.
Empezaron lanzando piedras pequeñitas porque había una ventana cerca y no querían romper el cristal. Tiraban con más fuerza que puntería y las chinitas caían al patio de la casa sin dar al balón. De pronto apareció alguien en la habitación de la ventana que daba a ese lado. Era una chica joven, la hija de la dueña de la casa. La llamaron gritando para que les devolviera el balón, pero no oía nada. Llevaba una toalla enrollada a su pelo y otra cubriéndola del pecho a los muslos, la cual se quitó de repente, dejando su cuerpo desnudo al descubierto y a la vista de los niños, que callaron súbitamente. La bella figura de la chica desconcertó a los niños, que nunca habían visto a una mujer desnuda. Ella se secaba pasándose la toalla por los pechos, el abdomen, su velludo sexo, sus perfectas piernas. La contemplaban en silencio, maravillados por los secretos del cuerpo de aquella guapísima chica a la que nunca habían visto y extrañados por la sensación que les producía su pene al querer levantarse libre y no poder por la presencia del slip y el pantalón. Vieron cómo se subía las braguitas por los muslos y cómo se puso el sujetador blanco a juego con la parte inferior de su ropa interior. Agitó los pechos al abrochárselo por detrás. Después liberó su pelo de la toalla de la cabeza y una larga melena castaña y lisa cayó por su espalda. Ajena a su infantil audiencia, empezó a ponerse una camisa también blanca. Comenzó a abrocharse los botones de abajo a arriba, ocultando sus redondos senos a los niños para siempre. Luego se ajustó unos pantalones vaqueros muy ceñidos y desapareció de la habitación.
Con la boca abierta, los pequeños se quedaron un rato mirando a la ventana. La luz de la habitación se había apagado cuando ella salió. Después oyeron que se cerraba la puerta de la casa y salieron corriendo para que no los vieran allí, sobrecogidos por una excitación que no comprendían y compungidos por la vergüenza de haber presenciado aquél espectáculo no recomendado para menores. Al llegar a la plaza del pueblo, le contaron atropelladamente al resto de chicos lo que habían visto y se olvidaron de la pelota, que estuvo colgada de aquel tejado hasta el día siguiente, cuando se dieron cuenta de que no tenían nada con lo que jugar esa tarde.
Llamaron al timbre de la casa. Al momento se abrió la puerta y apareció ella, la chica a la que habían visto desnuda por la ventana. Se quedaron mudos, paralizados por estar tan cerca de ese objeto de un deseo que no eran capaces de entender por su inocencia. Ella les sonrió, comprendiendo modestamente que a unos niños tan pequeños, ver a una chica tan guapa les podía dar vergüenza, pero lo que ella no sabía es que ellos la habían visto en su intimidad y que era por eso por lo que no fueron capaces de hablar más que para responder un tímido gracias cuando les devolvió el balón.