La sala de espera
LA SALA DE ESPERA, por Pedro Martínez.
Fue como el último suspiro de un globo antes de desinflarse. Todos lo miramos. Pronto empezó a llegar un aire recalentado y espeso a nuestras fosas nasales. El hombre permaneció impasible mirando a la pared tratando de disimular su vergüenza. El olor del pedo podía cortarse con un cuchillo. Las nalgas de aquel hombre habían dejado escapar una ventosidad que nunca debería haber salido de su colon. Las dos señoras mayores que estaban a mi lado no pudieron reprimir una risita traviesa. El niño pequeño dejó de corretear entre los asientos, se acercó a su madre y con voz alta e inocente le dijo:
- Mami, huele a pedo, y afeó su cara con gesto desagradable mientras se tapaba la nariz. La sala ahogó una carcajada al oír al chiquillo.
Empezó a andar delante de los que esperábamos al doctor, oliéndonos de cerca a todos. Ya se acercaba al viejo, que seguía de piedra mirando al frente, con el bastón en la mano y la boina a cuadros vieja sobre su cabeza.
- Ha sido éste. ¡Se ha cagado!, empezó a canturrear el niño con una infantil melodía. ¡Se ha ca...! ¡¡Ay!!. El hombre golpeó al niño con el bastón. ¡Me ha pegado! ¡Mamá!, sollozó mientras se frotaba el brazo.
Las dos viejecitas le reprocharon al hombre su acción entre risas.
- ¡ Hombre, no le da a Vd vergüenza de pegar al crío!
- ¡ Es un crío maleducado al que le tenían que haber dado unos buenos azotes desde que nació!, a la vergüenza del pedo se le había sumado al viejo la de haber pegado a un inocente pequeño. La madre se puso de pie para defender a su niño, pero no con mucha convicción, pues todavía se estaba riendo de la flatulencia.
- ¡Pero bueno!, fingía enfado. Que no le vuelva yo a ver por aquí. O se va o llamo en seguida a la enfermera para que se lo llevé a hacer sus necesidades a su casa.
No había terminado la madre de hablar cuando se abrió la puerta de la consulta.
- ¿ Emiliano Serrano?, la enfermera movió su nariz al respirar la pestilencia todavía presente en la sala de espera.
- Sí, ya voy si me lo permite esta señorita, dijo dirigiéndose a la madre.
Dio un portazo a su espalda. Una señora mayor bajita que iba con su marido, un señor relleno con camisa, corbata y chaqueta, se echó a reír a carcajada limpia. Se puso roja como una manzana en un momento y su papada se agitaba al ritmo de sus aguda risa. Su marido trataba de hacer que su mujer se recatase un poco mientras se reía más discretamente. Las dos señoras mayores empezaron a llamar guarro al hombre a la vez que lo llamaban animal por haber pegado al niño, al que se le había pasado la llantina con un caramelo que le dio la madre.
El olor del pedo se fue yendo poco a poco hasta que no nos acordamos de porqué nos habíamos estado riendo tanto. Tras más de diez minutos, el hombre salió de la consulta y se quedó de pie, enfrente de todo el mundo con mirada desafiante. Sacudió un poco una de sus piernas y salió en dirección a las escaleras. La gente se quedó mirándolo marchar.
- ¿Lucas Montoro?, me levanté y pude oler la flatulencia que el viejo había dejado mientras hacía el sencillo gesto de estirar una de sus piernas.
- ¡ Será marrano! ¡Otra vez se ha vuelto a peer el viejo guarro ese!, gritó una de las dos señoras mayores mientras la puerta se cerraba a mis espaldas.
Fue como el último suspiro de un globo antes de desinflarse. Todos lo miramos. Pronto empezó a llegar un aire recalentado y espeso a nuestras fosas nasales. El hombre permaneció impasible mirando a la pared tratando de disimular su vergüenza. El olor del pedo podía cortarse con un cuchillo. Las nalgas de aquel hombre habían dejado escapar una ventosidad que nunca debería haber salido de su colon. Las dos señoras mayores que estaban a mi lado no pudieron reprimir una risita traviesa. El niño pequeño dejó de corretear entre los asientos, se acercó a su madre y con voz alta e inocente le dijo:
- Mami, huele a pedo, y afeó su cara con gesto desagradable mientras se tapaba la nariz. La sala ahogó una carcajada al oír al chiquillo.
Empezó a andar delante de los que esperábamos al doctor, oliéndonos de cerca a todos. Ya se acercaba al viejo, que seguía de piedra mirando al frente, con el bastón en la mano y la boina a cuadros vieja sobre su cabeza.
- Ha sido éste. ¡Se ha cagado!, empezó a canturrear el niño con una infantil melodía. ¡Se ha ca...! ¡¡Ay!!. El hombre golpeó al niño con el bastón. ¡Me ha pegado! ¡Mamá!, sollozó mientras se frotaba el brazo.
Las dos viejecitas le reprocharon al hombre su acción entre risas.
- ¡ Hombre, no le da a Vd vergüenza de pegar al crío!
- ¡ Es un crío maleducado al que le tenían que haber dado unos buenos azotes desde que nació!, a la vergüenza del pedo se le había sumado al viejo la de haber pegado a un inocente pequeño. La madre se puso de pie para defender a su niño, pero no con mucha convicción, pues todavía se estaba riendo de la flatulencia.
- ¡Pero bueno!, fingía enfado. Que no le vuelva yo a ver por aquí. O se va o llamo en seguida a la enfermera para que se lo llevé a hacer sus necesidades a su casa.
No había terminado la madre de hablar cuando se abrió la puerta de la consulta.
- ¿ Emiliano Serrano?, la enfermera movió su nariz al respirar la pestilencia todavía presente en la sala de espera.
- Sí, ya voy si me lo permite esta señorita, dijo dirigiéndose a la madre.
Dio un portazo a su espalda. Una señora mayor bajita que iba con su marido, un señor relleno con camisa, corbata y chaqueta, se echó a reír a carcajada limpia. Se puso roja como una manzana en un momento y su papada se agitaba al ritmo de sus aguda risa. Su marido trataba de hacer que su mujer se recatase un poco mientras se reía más discretamente. Las dos señoras mayores empezaron a llamar guarro al hombre a la vez que lo llamaban animal por haber pegado al niño, al que se le había pasado la llantina con un caramelo que le dio la madre.
El olor del pedo se fue yendo poco a poco hasta que no nos acordamos de porqué nos habíamos estado riendo tanto. Tras más de diez minutos, el hombre salió de la consulta y se quedó de pie, enfrente de todo el mundo con mirada desafiante. Sacudió un poco una de sus piernas y salió en dirección a las escaleras. La gente se quedó mirándolo marchar.
- ¿Lucas Montoro?, me levanté y pude oler la flatulencia que el viejo había dejado mientras hacía el sencillo gesto de estirar una de sus piernas.
- ¡ Será marrano! ¡Otra vez se ha vuelto a peer el viejo guarro ese!, gritó una de las dos señoras mayores mientras la puerta se cerraba a mis espaldas.
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