A la mar y a tu lado.
A la mar y a tu lado, por Pedro Martínez.
Desperté solo una mañana en una habitación desconocida. El cuarto era pequeño, pero la altura a la que estaba el techo era en proporción más alta que el resto de las paredes, lo que le daba un cierto aire expresionista al lugar en el que me encontraba. Había una ventana por la que entraba suficiente luz como para alumbrar toda la estancia sin necesidad de tener que encender el solitario interruptor que había en la pared de la derecha. Miré por la ventana. El cielo estaba nublado pero algunos rayos de sol se filtraban a través de las nubes grises. El paisaje resultaba tristemente invernal. Tenía la boca seca. Miré en la habitación buscando algún grifo pero no había nada. Fui a abrir la puerta para salir pero estaba cerrada y no tenía la llave. Cuando llegué allí, me habían puesto un camisón y habían guardado mi ropa en el armario. Busqué en un bolsillo del pantalón y encontré mi cartera. No tenía dinero. Saqué el carné de identidad y lo miré. Sin duda era mío, pero no me decían nada aquella foto con aquel nombre y el resto de los datos que aparecían en él. Todas esas cosas perdieron su significado para mí cuando lo dejé todo atrás y emprendí mi viaje al centro del mar sobre mi pequeña barca.
De pequeño había vivido lejos de la costa y nunca había hecho siquiera una visita en vacaciones. Mi madre siempre me contaba maravillas de lo que una persona sentía estando cerca del mar. Hablaba de emociones indescriptibles que sólo la cercanía de las olas podía descubrir a los hombres. A algunos los hacía eternamente felices y se quedaban a vivir junto a él en casas preciosas. Esos no necesitaban más que abrir una mañana la ventana y respirar aquel aire encantado que provenía de la orilla. Sin embargo, otros no eran capaces de dominar las emociones que el mar despertaba en ellos. Perdían la cabeza por el murmullo de las olas muriendo en la playa y terminaban adentrándose en solitario en ese desierto de agua buscando esa gota salada que colmase el vaso de su existencia y saciase su sed de felicidad. Remaban y remaban, día y noche, perdiendo de vista todo lo que dejaban en tierra, olvidaban todo lo que una vez pudieron haber sido y se entregaban a un destino desconocido. La mayoría se perdía en el inmenso azul y nunca regresaban; era la perpetua búsqueda de la satisfacción plena del ser humano. Los pocos que volvían regresaban completamente locos o enfermos para el resto de su vida. Algunos de los que conseguían salvarse volvían a buscar al mar lo que no habían encontrado la primera vez, pero los que se quedaban en tierra firme lejos del embrujo de la costa, renunciaban a todo destello de felicidad y a emprender de nuevo la aventura de encontrar un sentido a sus vidas. Todo esto que decía mi madre y el hecho de que yo nunca hubiera estado cerca, hicieron crecer en mí un deseo irrefrenable de visitar el inmenso azul.
Un día como otro cualquiera llegué a un pequeño pueblo cuyo mayor tesoro era una preciosa playa que daba a mar abierto. Allí estaba yo, contemplando cómo la melena del agua descansaba sobre la espalda de la orilla. No había respirado nunca lo que aquel cuerpo azul de sirena emanaba, ni había visto un color tan bello ocupando todo mi horizonte. Pasé una larga temporada caminando por el malecón, viendo cómo las olas rompían en las rocas a mis pies, llamándome a que me mojara en ellas y sintiera sus caricias por todo mi cuerpo. Iba todos los días a sentarme sobre la arena a ver las olas y escuchar su sabiduría en aquel eterno murmullo. Daba largos paseos por la orilla, conversando con las pequeñas conchas que la marea traía a la orilla y que luego devolvía a las profundidades. A medida que pasaba el tiempo, mis ojos miraban en una sola dirección y dejaba de atender a todo lo que había fuera de la playa; abandoné esa parcela de mi vida que se desarrollaba sobre tierra seca. Un día soleado y tranquilo, cogí un reloj, un trozo de pan y una brújula, me metí en una pequeña barca y empecé a remar mar adentro. Remé primero durante días, luego semanas, después meses y, por último, remé toda una eternidad. Al principio disfrutaba de las pequeñas olas que mecían mi bote y del sol brillante que alumbraba mis ilusiones. Por la noche, las estrellas vigilaban mi frágil embarcación y traían a mi cabeza sueños de días felices dentro del mar después de un largo viaje a lomos de la dócil yegua de cabello azul. Todo me hacía pensar que iba por el buen camino, pero al poco tiempo de mi periplo, el pan se acabó. Pasaba días y días sin comer nada, apoyado en el extremo de la barca con mi cuerpo inclinado sobre el borde, acariciando con mis dedos la superficie del agua. Sin embargo, de mi cara no desaparecía una sonrisa ingenua y llena de ilusión que me acompañó hasta en los momentos más difíciles de la travesía. Cada cierto tiempo, el mar parecía acordarse de mí y me lanzaba algún pez que yo cogía y devoraba a toda prisa, cegado por la ansiedad que me producía la incógnita de cuándo llegaría el siguiente animal que fuera a parar a mi boca. Seguía pasando el tiempo sobre aquella alfombra de agua y cada vez sentía mayor desilusión porque las noches empezaron a hacerse más largas y más lluviosas que los días, que era cuando parecía que me encontraba más cerca de la felicidad que yo estaba buscando.
Para añadir más dificultad a mi viaje, pronto llegó la época de las tormentas. Las olas chocaban contra mi pequeño barco movidas por la fuerza de un diabólico y hercúleo monstruo que habitaba en sus profundidades. Al ver el agua turbia y la mar encrespada, y después recordarlo unas horas antes en calma y claro como un cristal, me ponía a llorar. Me sentía engañado una y otra vez por una ilusión que cada vez creía menos que se fuera a hacer realidad. Pero cuando volvía la calma a mi jardín y el sol volvía a brillar sobre el mar, todas las elucubraciones que hacía en la tormenta desaparecían y me daban fuerzas para remar con más ánimo en la dirección que la brújula todavía me indicaba.
Fue un día de luz clara y radiante, con el mar en calma y mi corazón como un coro de ángeles exultantes, cuando vi a lo lejos un pequeño barco como el mío que flotaba en dirección contraria a la que iba yo. En realidad parecía que no seguía un rumbo fijo, sino que iba a la deriva. Cuando llegó a mi altura, vi a un hombre tumbado en el pequeño espacio de la ajada embarcación, que parecía que iba a hundirse completamente si no encontraba pronto un puerto en el que repararla y parar a descansar. El hombre tenía un aspecto lamentable. Llevaba una barba y una melena de color blanco muy largas y estaba flaco como una el palo de una escoba. Mi aspecto no era muy diferente al suyo, pero yo tenía lo que él ahora no tenía, un corazón que me dirigía como una locomotora de vapor hacia la felicidad. De sus ojos brotaban lágrimas dulces. Le pregunté que porqué lloraba y él me dijo que por el mar, porque le gustaba tanto el sentirlo cerca que le emocionaba y, por otro lado, lloraba también porque le castigaba a veces con tanta dureza que no podía esconder su llanto pidiendo clemencia, como si fuera un niño delante de su madre quejándose de un castigo inmerecido. Me contó también que había perdido el rumbo hacía mucho tiempo en aquel laberinto sin paredes, así que le quise dar la brújula que había llevado conmigo desde el momento en que partí. Él no quiso aceptar mi regalo y trató de convencerme de que volviera con él a la orilla. Había sufrido mucho guiado por el caprichoso sendero de la marea y ahora quería recuperar lo que dejó atrás cuando partió. Me dijo que mi camino no llevaba a ninguna parte, pero yo, animado por la luz del sol y guiado por una fuerza divina, seguí remando. Le di mi brújula y le deseé suerte en el camino de vuelta.
A los pocos días de haberme encontrado con aquel hombre, me di cuenta de que había perdido yo también mi rumbo. Las olas me llevaban de un sitio para otro, en una dirección diferente cada día. Mis brazos habían perdido toda su fuerza y se rindieron al camino por el cual el agua quisiera llevarme. Los remos se perdieron en otra fuerte tormenta, con lo que terminé por convertirme en esclavo absoluto de la brisa del mar y del destino que me fuera a traer. Poco a poco, en el casco de la barca se hicieron agujeros. El agua entraba a chorros por las brechas hasta que un día no fui capaz de achicar todo el líquido que se acumuló en el interior y mi deteriorada barca se terminó hundiendo en el fondo del mar. En este momento fue cuando de verdad me sentí solo y desamparado, rodeado de aquella sustancia que primero me había seducido con bellos cantos y perfumes divinos, pero que luego me traicionó sin el menor escrúpulo. Floté durante varios días y noches sobre aquel lecho hasta que me quedé dormido en sus brazos.
Luego desperté en esta habitación. No recordaba cómo había llegado hasta aquí ni quién me había podido traer. Me quedé mirando en mi muñeca el reloj que me acompañó en el viaje. Las agujas no se movían. Me lo quité y lo puse debajo de la almohada. Apoyé mi cabeza sobre ella y, tumbándome sobre la cama, cerré los ojos y volví a transportarme a la orilla del mar. A medida que las imágenes en mi cabeza se hacían más reales, el tic-tac del reloj se volvía a poner en marcha. Me quedé dormido cuando pisé otra vez la arena, mientras miraba como el sol se escondía en el fondo del mar y volvía a crecer en mí el deseo que tenía de joven de ir otra vez a aquella playa y volver a perderme entre la belleza de sus olas.
Desperté solo una mañana en una habitación desconocida. El cuarto era pequeño, pero la altura a la que estaba el techo era en proporción más alta que el resto de las paredes, lo que le daba un cierto aire expresionista al lugar en el que me encontraba. Había una ventana por la que entraba suficiente luz como para alumbrar toda la estancia sin necesidad de tener que encender el solitario interruptor que había en la pared de la derecha. Miré por la ventana. El cielo estaba nublado pero algunos rayos de sol se filtraban a través de las nubes grises. El paisaje resultaba tristemente invernal. Tenía la boca seca. Miré en la habitación buscando algún grifo pero no había nada. Fui a abrir la puerta para salir pero estaba cerrada y no tenía la llave. Cuando llegué allí, me habían puesto un camisón y habían guardado mi ropa en el armario. Busqué en un bolsillo del pantalón y encontré mi cartera. No tenía dinero. Saqué el carné de identidad y lo miré. Sin duda era mío, pero no me decían nada aquella foto con aquel nombre y el resto de los datos que aparecían en él. Todas esas cosas perdieron su significado para mí cuando lo dejé todo atrás y emprendí mi viaje al centro del mar sobre mi pequeña barca.
De pequeño había vivido lejos de la costa y nunca había hecho siquiera una visita en vacaciones. Mi madre siempre me contaba maravillas de lo que una persona sentía estando cerca del mar. Hablaba de emociones indescriptibles que sólo la cercanía de las olas podía descubrir a los hombres. A algunos los hacía eternamente felices y se quedaban a vivir junto a él en casas preciosas. Esos no necesitaban más que abrir una mañana la ventana y respirar aquel aire encantado que provenía de la orilla. Sin embargo, otros no eran capaces de dominar las emociones que el mar despertaba en ellos. Perdían la cabeza por el murmullo de las olas muriendo en la playa y terminaban adentrándose en solitario en ese desierto de agua buscando esa gota salada que colmase el vaso de su existencia y saciase su sed de felicidad. Remaban y remaban, día y noche, perdiendo de vista todo lo que dejaban en tierra, olvidaban todo lo que una vez pudieron haber sido y se entregaban a un destino desconocido. La mayoría se perdía en el inmenso azul y nunca regresaban; era la perpetua búsqueda de la satisfacción plena del ser humano. Los pocos que volvían regresaban completamente locos o enfermos para el resto de su vida. Algunos de los que conseguían salvarse volvían a buscar al mar lo que no habían encontrado la primera vez, pero los que se quedaban en tierra firme lejos del embrujo de la costa, renunciaban a todo destello de felicidad y a emprender de nuevo la aventura de encontrar un sentido a sus vidas. Todo esto que decía mi madre y el hecho de que yo nunca hubiera estado cerca, hicieron crecer en mí un deseo irrefrenable de visitar el inmenso azul.
Un día como otro cualquiera llegué a un pequeño pueblo cuyo mayor tesoro era una preciosa playa que daba a mar abierto. Allí estaba yo, contemplando cómo la melena del agua descansaba sobre la espalda de la orilla. No había respirado nunca lo que aquel cuerpo azul de sirena emanaba, ni había visto un color tan bello ocupando todo mi horizonte. Pasé una larga temporada caminando por el malecón, viendo cómo las olas rompían en las rocas a mis pies, llamándome a que me mojara en ellas y sintiera sus caricias por todo mi cuerpo. Iba todos los días a sentarme sobre la arena a ver las olas y escuchar su sabiduría en aquel eterno murmullo. Daba largos paseos por la orilla, conversando con las pequeñas conchas que la marea traía a la orilla y que luego devolvía a las profundidades. A medida que pasaba el tiempo, mis ojos miraban en una sola dirección y dejaba de atender a todo lo que había fuera de la playa; abandoné esa parcela de mi vida que se desarrollaba sobre tierra seca. Un día soleado y tranquilo, cogí un reloj, un trozo de pan y una brújula, me metí en una pequeña barca y empecé a remar mar adentro. Remé primero durante días, luego semanas, después meses y, por último, remé toda una eternidad. Al principio disfrutaba de las pequeñas olas que mecían mi bote y del sol brillante que alumbraba mis ilusiones. Por la noche, las estrellas vigilaban mi frágil embarcación y traían a mi cabeza sueños de días felices dentro del mar después de un largo viaje a lomos de la dócil yegua de cabello azul. Todo me hacía pensar que iba por el buen camino, pero al poco tiempo de mi periplo, el pan se acabó. Pasaba días y días sin comer nada, apoyado en el extremo de la barca con mi cuerpo inclinado sobre el borde, acariciando con mis dedos la superficie del agua. Sin embargo, de mi cara no desaparecía una sonrisa ingenua y llena de ilusión que me acompañó hasta en los momentos más difíciles de la travesía. Cada cierto tiempo, el mar parecía acordarse de mí y me lanzaba algún pez que yo cogía y devoraba a toda prisa, cegado por la ansiedad que me producía la incógnita de cuándo llegaría el siguiente animal que fuera a parar a mi boca. Seguía pasando el tiempo sobre aquella alfombra de agua y cada vez sentía mayor desilusión porque las noches empezaron a hacerse más largas y más lluviosas que los días, que era cuando parecía que me encontraba más cerca de la felicidad que yo estaba buscando.
Para añadir más dificultad a mi viaje, pronto llegó la época de las tormentas. Las olas chocaban contra mi pequeño barco movidas por la fuerza de un diabólico y hercúleo monstruo que habitaba en sus profundidades. Al ver el agua turbia y la mar encrespada, y después recordarlo unas horas antes en calma y claro como un cristal, me ponía a llorar. Me sentía engañado una y otra vez por una ilusión que cada vez creía menos que se fuera a hacer realidad. Pero cuando volvía la calma a mi jardín y el sol volvía a brillar sobre el mar, todas las elucubraciones que hacía en la tormenta desaparecían y me daban fuerzas para remar con más ánimo en la dirección que la brújula todavía me indicaba.
Fue un día de luz clara y radiante, con el mar en calma y mi corazón como un coro de ángeles exultantes, cuando vi a lo lejos un pequeño barco como el mío que flotaba en dirección contraria a la que iba yo. En realidad parecía que no seguía un rumbo fijo, sino que iba a la deriva. Cuando llegó a mi altura, vi a un hombre tumbado en el pequeño espacio de la ajada embarcación, que parecía que iba a hundirse completamente si no encontraba pronto un puerto en el que repararla y parar a descansar. El hombre tenía un aspecto lamentable. Llevaba una barba y una melena de color blanco muy largas y estaba flaco como una el palo de una escoba. Mi aspecto no era muy diferente al suyo, pero yo tenía lo que él ahora no tenía, un corazón que me dirigía como una locomotora de vapor hacia la felicidad. De sus ojos brotaban lágrimas dulces. Le pregunté que porqué lloraba y él me dijo que por el mar, porque le gustaba tanto el sentirlo cerca que le emocionaba y, por otro lado, lloraba también porque le castigaba a veces con tanta dureza que no podía esconder su llanto pidiendo clemencia, como si fuera un niño delante de su madre quejándose de un castigo inmerecido. Me contó también que había perdido el rumbo hacía mucho tiempo en aquel laberinto sin paredes, así que le quise dar la brújula que había llevado conmigo desde el momento en que partí. Él no quiso aceptar mi regalo y trató de convencerme de que volviera con él a la orilla. Había sufrido mucho guiado por el caprichoso sendero de la marea y ahora quería recuperar lo que dejó atrás cuando partió. Me dijo que mi camino no llevaba a ninguna parte, pero yo, animado por la luz del sol y guiado por una fuerza divina, seguí remando. Le di mi brújula y le deseé suerte en el camino de vuelta.
A los pocos días de haberme encontrado con aquel hombre, me di cuenta de que había perdido yo también mi rumbo. Las olas me llevaban de un sitio para otro, en una dirección diferente cada día. Mis brazos habían perdido toda su fuerza y se rindieron al camino por el cual el agua quisiera llevarme. Los remos se perdieron en otra fuerte tormenta, con lo que terminé por convertirme en esclavo absoluto de la brisa del mar y del destino que me fuera a traer. Poco a poco, en el casco de la barca se hicieron agujeros. El agua entraba a chorros por las brechas hasta que un día no fui capaz de achicar todo el líquido que se acumuló en el interior y mi deteriorada barca se terminó hundiendo en el fondo del mar. En este momento fue cuando de verdad me sentí solo y desamparado, rodeado de aquella sustancia que primero me había seducido con bellos cantos y perfumes divinos, pero que luego me traicionó sin el menor escrúpulo. Floté durante varios días y noches sobre aquel lecho hasta que me quedé dormido en sus brazos.
Luego desperté en esta habitación. No recordaba cómo había llegado hasta aquí ni quién me había podido traer. Me quedé mirando en mi muñeca el reloj que me acompañó en el viaje. Las agujas no se movían. Me lo quité y lo puse debajo de la almohada. Apoyé mi cabeza sobre ella y, tumbándome sobre la cama, cerré los ojos y volví a transportarme a la orilla del mar. A medida que las imágenes en mi cabeza se hacían más reales, el tic-tac del reloj se volvía a poner en marcha. Me quedé dormido cuando pisé otra vez la arena, mientras miraba como el sol se escondía en el fondo del mar y volvía a crecer en mí el deseo que tenía de joven de ir otra vez a aquella playa y volver a perderme entre la belleza de sus olas.
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susana -