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Los archivos lúcidos, aunque cada vez menos, que me hago mayor

Jazz en el taxi

Jazz en el taxi

A uno no le apetece mucho hacer nada cuando vuelve después de un día de trabajo en el que tu jefe ha adivinado las cartas que llevas sin haberlas mirado siquiera. No tenía muchas ganas de cenar, así que he abierto media chapata –de las que hacen herida en el paladar al morder- y le he metido queso de burgos, pimientos rojos y beicon bien frito. El pan rezumaba la grasa de la carne mezclada con el aceite de la sartén y, si no me falla el GPS, todo se está juntando felizmente en algún punto entre mi boca y mi ano, a la espera de que el café matutino les dé salida en forma de bonitos copos de mierda.

 Por desgracia, en el último año he tenido que coger más taxis de los que nunca hubiera deseado. No me gusta ir en coches de pago. Prefiero conducir o coger el autobús, pero bendito atasco el del martes. Llegaba tarde a mi cita con pizzawoman –a.k.a. Mi fan número uno- y cacé uno en la Glorieta de Bilbao. Tardé dos semáforos en darme cuenta de que iba escuchando jazz.

 Sí, jazz. Considero el jazz música de snobs a los que les encanta decir “a mí me gusta el jazz”, salvo personas mayores de 40 –ya saben, mis estereotipos y yo-. A mí no me apasiona, pero escucharlo en un taxi abrió una inmensa grieta, o un pequeño agujero, según se mire, en mi concepción de la raza peseto. Los creía insalvables. Siempre me he cruzado con porreros, borrachos, imprudentes, coperos, sereros, del Madrid, del Atleti, de la Virgen, de los Maiden o del Bustamante. Al bajar, le dije al taxista que vaya gustazo de viaje y le dejé propina.

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