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Los archivos lúcidos, aunque cada vez menos, que me hago mayor

El triste baile de la caja de música

     Soy el bailarín de una caja de música. Toda mi vida lo he sido, pero hubo un momento en que pude dejar de serlo. Sin embargo, no vivía mi vida en libertad. A diferencia del resto de bailarines de cajas de música, mi creador, un artesano suizo cuyo nombre no quiero volver a recordar, me dio vida. Podía pensar y tenía sentimientos, lo que hacía que mi baile fuera más vistoso que el del resto de cajas, pero dediqué toda mi vida a obedecer al artesano suizo contra toda mi voluntad porque nunca tuve valor para despegarme de esta madera a la que sigo unido y salir a enseñarle al mundo cómo bailaba.

     Durante los primeros años de mi vida estuve metido en una urna de cristal. Todo el mundo me venía a ver y mi dueño-creador me exhibía como la joya más valiosa de su colección. “Mirad cómo baila. Es magnífico”, decía con orgullo a sus amigos y a todos los visitantes que iban a su casa. Luego giraba la pequeña manivela que hay en la parte de atrás de mi cajita y yo bailaba al ritmo de la música que salía de mis pies. Todo el mundo le aplaudía por crearme y a mí me miraban como su objeto maravilloso, pero no tenían en cuenta mis sentimientos y mis deseos. Para ellos sólo era madera y metal, un  figurín vestido de época, con una eterna sonrisa en los labios de una cara coronada con una cabellera rubia como el oro. Día tras día venían a verme muchísimas personas. Todas quedaban maravilladas con mi baile, pero no me felicitaban a mí, al bailarín, sino que estrechaban la mano de mi creador y le daban palmadas en la espalda entre copas de champán y el humo de los puros. Pese a sentirme muchas veces como una mascota, un títere del suizo, yo seguía sonriendo y bailando cada vez mejor, alimentado por la esperanza de que algún día mi esfuerzo se vería recompensado y dejaría mi urna para ir a bailar a los salones más famosos de Suiza, Francia y el mundo entero.

    Muchos fueron los años que esperé. Muchas las sonrisas, las aclamaciones y los aplausos que provoqué pero que no iban dirigidos a mí. Cada vez ponía más ilusión en mi baile y mi sonrisa brillaba como si fuera marfil resplandeciente, pero por dentro mi corazón estaba triste por no poder independizarme de mi caja y mi dueño para salir a vivir mi vida por todas las fiestas del mundo. Mi decepción aumentó cuando descubrí que no estaba solo. El dueño se dedicaba a fabricar otras figuras idénticas a mí, pero nunca llegaron a ser tan geniales como yo. Todas esas imitaciones tenían una sonrisa artificial y bailaban sin sentimiento, como las hojas muertas que caen de un árbol en otoño. Una y otra vez repetían su baile y seguían sonriendo en su aburrida rutina. Ellos no luchaban por despegarse de sus palos. Ni siquiera sabían que esa posibilidad existía. La libertad que yo tanto ansiaba no constaba en su diccionario. Todo el mundo también les sonreía y arrancaban las palmas para el suizo, pero conmigo sus aplausos sonaban con tanta fuerza como la lluvia de una tormenta de verano, aunque no estuvieran dirigidos a mí.

     Empezaba a resignarme, a aceptar que no me pertenecía a mí mismo y que el suizo me tenía como un objeto de orgullo más que como a una creación a la que amaba por la satisfacción que le producía haber hecho algo tan fantástico como yo. Sin embargo, todo pudo cambiar en una ocasión. Después de muchos años dedicados a la profesión de fabricar bailarines decidió retirarse. Se empezaba a hacer mayor y ya tenía suficiente dinero como para  vivir sus últimos días en paz sin tener que trabajar. Muchos hombres de negocios se interesaron en su colección de cajas de música. Un caballero francés se fijó especialmente en mí. Me cogió en sus manos y escrutó con fascinado mirar toda mi fisonomía. Me hizo bailar para él un par de veces y tras verme se puso en pie y me aplaudió. “¡Bravo, bravo! Qué maravilla. Parece que tiene vida propia de lo bien que baila. Te ofrezco un millón de francos por él. Lo quiero para mí”. “Lo siento, caballero”, dijo el suizo. “Éste es de mi colección privada, le tengo demasiado cariño”. “Pero un millón de francos te hará olvidarlo. Yo lo llevaré por todo el mundo para que lo vean y admiren su bailar. Tu nombre también lo oirán por todos los rincones del globo”. Iba a ser libre. Mi sonrisa se estiró más y bailé como nunca otra vez delante de aquel señor. “No, no hay nada que negociar”. Después de mucho insistir, el caballero francés se marchó mientras me aferraba a la esperanza de que me robase y echara a correr. La puerta se cerró y la música cesó.

     Fueron años oscuros los que siguieron a ese suceso. Ya apenas bailaba porque la gente dejó de visitar al suizo, que ahora era un anciano decrépito y débil. Sus manos dejaron de tocarme y ya no me sacaba brillo. Las motas de polvo empezaron a cubrirme como escamas de pescado y todo mi cuerpo reluciente se cubrió del velo gris del abandono. El dueño murió, pero mi suerte no hizo sino empeorar. Fui llevado a un oscuro trastero, donde todavía sigo. Mis pies ya no son los de antes. Me siento viejo y triste, sin vida, como un marco sin una foto, olvidado por los que me sonreían. Ya no espero al caballero francés que tanto interés mostró por mí. He olvidado bailar. No recuerdo los pasos ni la música y he perdido el sentido del ritmo. Ahora ya no queda ni esperar.

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Michel abre la puerta del trastero y una nube de polvo le hace toser. “Phillip, sube aquí, mira qué cantidad de juguetes hay”. Philip corre por las escaleras hacia el trastero, tira su nuevo muñeco recién comprado en la juguetería y se pone a hurgar en todas las cajas cubiertas de polvo. Las abre todas, saca un montón de cosas pero nada le satisface. Todo es viejo y parece abandonado. Al fondo, encima de una desvencijada estantería, ve una pequeña caja de música con un bailarín. Se detiene y la observa. Es el juguete más bello que ha visto en su vida. Estira el brazo para cogerlo pero no llega, está demasiado alto. “¡Papá! ¡Papá! Cógeme eso”, dice señalando al bailarín. “Lo quiero”. Michel va hacia su hijo y lo coge. “Ten cuidado, no lo rompas”. “¿Qué es, papá?”. “Es un bailarín. Baila cuando suena su música. Mira”. El padre hace girar la manivela, pero parece pasada de rosca y no suena nada. El bailarín sigue inerte. “Vaya, qué pena. No se mueve. Bueno, lo dejaremos aquí donde estaba”. “Vaya mierda de juguete”, dice Philip. “No digas esas palabrotas”, le responde Michel.


Aquí os dejo un cuento que hice ya hace tiempo. Hacía mucho que no publicaba nada de este estilo aquí, aunque eso no significa que haya dejado de escribir (pero sí menos frecuentemente). No sé cómo se verá publicado porque el editor de Blogia coge muy mal los cortapega de Word. Os hubiera escrito cualquier paja mental o paranoia, pero es tarde y estoy cansado. Que os vaya bien.

2 comentarios

Rocío -

Me alegro de que hayas decidido seguir deleitándonos con tus cuentos.

Me ha encantado, es increíble. Enhorabuena.

Una niña -

Por fin leo un cuento tuyo. Me ha dejado fascinada, absorta, alucinada y orgullosa.
Un sonrisa