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Los archivos lúcidos, aunque cada vez menos, que me hago mayor

Una tarde de agosto en Madrid.

UNA TARDE DE AGOSTO EN MADRID, por Pedro Martínez

Abrí la puerta del ascensor. Mis vecinos llegaban de sus vacaciones. Carlos cargaba con una maleta bastante pesada a juzgar por la cara que ponía al tratar de levantarla. Le ayudé con la otra, que también pesaba como un demonio. En la calle, Marta, su mujer, esperaba con el coche en marcha a que Carlos cogiera el último bulto del maletero. Entré en el bar contiguo a mi portal y pedí un café solo con hielo. Me encantaba observar cómo el líquido marrón ardiente derretía los hielos en el vaso de cristal. Era muy refrescante. Salí del bar y anduve por la parte con sombra de la acera. Encendí un pitillo. Después de un café así, un cigarrillo me sentaba bastante bien. La mezcla de los dos sabores en mi boca me traía buenos recuerdos, aunque no sabría decir cuáles. Al llegar a la esquina el semáforo estaba en rojo. El aire caliente que soplaba raspaba la piel. Unos obreros trabajaban en la calle a pleno sol y yo estaba como ellos, esperando a que se pusiera en verde. Crucé después de ver que ningún coche pasaba en ese momento. Era imposible que eso sucediera. Lo normal en un primero de agosto era que la calle estuviera desierta. Y así era. Pasé por delante de la peluquería en la que de niño me cortaban el pelo. No me acuerdo muy bien de porqué dejé de ir, pero creo que fue porque los peluqueros hablaban mucho y no se enteraban de que te estaban dejando la cabeza como a un punki, o te estaban haciendo sangrar con la cuchilla al afeitarte las patillas.
En la puerta del videoclub había una señal que prohibía fumar en el interior del establecimiento. Me quedé sentado en un banco justo enfrente a terminar el cigarro. Observé mis piernas en el reflejo de la puerta. Qué gran mata de pelo. Parecía un oso. Aplasté el cigarro con el pie y entré. La dependienta estaba haciendo algo debajo del mostrador. Aparte de la chica, sólo había un viejo con una barba blanca y larga ojeando algunos títulos. Parecía un mendigo. En pleno agosto nadie quiere contratar a Papa Noel en unos grandes almacenes. Me dirigí al estante de la oferta de dos por uno. En la radio sonaba una canción de Alejandro Sanz, uno de esos pasteles de su primera época, cuando todavía vivía en Madrid.
Ojeaba algunas películas, separando basura de películas potables, cuando entraron dos tipos encapuchados. Uno de ellos iba armado y disparó al techo. Me agaché y me cubrí rápidamente detrás del estante.

- ¡Rápido! ¡Llena la bolsa con lo que tengas en la caja! ¡Vamos, joder, no tengo toda la puta tarde!. – gritó a la encargada mientras volvía a disparar. Yo no veía nada de lo que ocurría. No quería jugarme el culo asomando la cabeza para luego tener que testificar ante la policía para denunciar a unos tipos que no pisarían la cárcel por atracar un videoclub de barrio. Todo eso en caso de que dieran con ellos.
- Por favor, no me mates. Ya lleno la bolsa…. Haré lo que quieras, pero…, no me mates. Por favor… – La pobre chica sollozaba al otro lado del mostrador. Estaba cagada de miedo.
- ¡Vamos, coño! ¡¿Eres parapléjica o qué?! ¡Más rápido, hostia puta!.- El atracador estaba bastante excitado. Su voz era agresividad pura, sonaba como si hubiera tomado anfetaminas antes de entrar. Sería mejor que me quedase en el suelo hasta que se fueran.
- ¡Ya está, vámonos!- Volvió a disparar al techo. No habría hecho falta descargar tanto plomo para atracar la tienda a esas horas. Oí el coche arrancar a toda velocidad en la calle y perderse en dirección a la Castellana.
Esperé unos segundos antes de asomarme desde el final de la estantería. Se oían los sollozos de la chica. El hombre de la barba larga salía lentamente por la puerta como si no hubiera pasado nada, con una bolsa de patatas y una película bajo el brazo. Al pasar pitó el detector pero nadie hizo nada por pararle. Me levanté del suelo. La escena apenas había durado dos minutos pero todo mi cuerpo seguía en tensión, como si hubiera corrido una maratón. Pasé por detrás del mostrador y me agaché para consolar a la dependienta.
- Tranquila, ya se han ido. Voy a llamar a la policía.
La chica se levantó temblando como un flan. Lloraba a moco tendido. Traté de tranquilizarla mientras llegaban los policías. En menos de cinco minutos se presentaron tres coches patrulla montando un gran escándalo con las sirenas. Me hicieron algunas preguntas, pero no pude contestarles mucho porque no había visto nada, ni a los atracadores ni el coche en el que se habían ido. Me dejaron ir después de pedirme los datos por si la investigación llegaba a algún sitio. Cogí el camino de vuelta a casa y encendí otro cigarro. Estaba muy nervioso, me temblaban las piernas. Lo malo de aquello es que no había podido alquilar ninguna película e iba a pasar la tarde en casa mirando la pared bajo el chorro del aire acondicionado del salón.

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